nunca
he estado
muy seguro de algo.
sólo una regla tengo para el trato social:
desconfiar
-por encima de jueces y torturadores-
de aquellas personas que, muy sueltas de cuerpo,
llegan y declaran que no les gusta la poesía,
que ella nunca les ha tocado,
que no les llega no más,
y lo enuncian como si aceptaran
que no les gusta un plato de garbanzos
o el olor de las sopaipillas en verano.
no es el celo a la luz del mediodía,
no es el miedo por el ruido de ratas en el techo,
mucho menos el asco o la cizaña.
no la lluvia en las calcetas o las calcetas hediendo
con vergüenza ante el cuerpo expectante del enamorado.
no el temblor, no el mareo, ni siquiera un dolor de cabeza.
de la desafectación
así como de una luz tenue sobre un telón blanco
no podemos decir ni mu
pues sólo nos afecta como la antípoda del universo
se incrusta violenta, brusca y castigadora
en el ojo del sujeto
cuando éste
descubre que las estrellas que contempla una noche simple y nada
lejos de la ciudad
han muerto hace cientos o miles de años.
lunes, 17 de noviembre de 2014
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