Los colores hablan, gritan
hacia adentro.
Los discos los oyen, herméticos,
con sabor a planicie.
Y es que la noche
suena como árbol ciego.
(Septiembre de 2007)
lunes, 29 de octubre de 2007
lunes, 22 de octubre de 2007
LE HABLO AL OÍDO CERRADO DE UNA MUJER QUE NO ME VE...
Le hablo al oído cerrado de una mujer que no me ve.
Con duda y espanto, con mudez preñada, le digo que venga
y llega a acostarse de pie en mis costillas.
Se queda dormida y va sumergiéndose hasta que ya no la veo.
Se durmió de tanta muralla, de tanto temor, de tanta ceguera mía.
Obstinado de contrabajos, juntaba lo separado con electricidad,
con serpientes,
pero eran manzanas los abismos.
Mis oposiciones no tenían elevación, por eso entró ella
en el espacio diagonal.
Yo sonreí cerrado y sigo contemplando los camaleones quietos
en el umbral derretido de la ventana llena de pétalos finísimos. Íntimos.
(Octubre de 2007)
Con duda y espanto, con mudez preñada, le digo que venga
y llega a acostarse de pie en mis costillas.
Se queda dormida y va sumergiéndose hasta que ya no la veo.
Se durmió de tanta muralla, de tanto temor, de tanta ceguera mía.
Obstinado de contrabajos, juntaba lo separado con electricidad,
con serpientes,
pero eran manzanas los abismos.
Mis oposiciones no tenían elevación, por eso entró ella
en el espacio diagonal.
Yo sonreí cerrado y sigo contemplando los camaleones quietos
en el umbral derretido de la ventana llena de pétalos finísimos. Íntimos.
(Octubre de 2007)
martes, 16 de octubre de 2007
UNIVERSIDAD CENTRAL DE LAS VILLAS (A IGNACIO ALFARO. IN MEMORIAM)
¡Oh vino que enviudó de esta botella!
(CÉSAR VALLEJO)
Donde la igualdad se cuadricula,
donde los oídos abandonan sus músculos
y los diarios titulan en blanco.
Donde los lirios se estrujan y se van a alguna parte
y entonces uno se da cuenta que hay un lugar, que no es lugar
y hay voces
y
hay un color más blanco que el de cerrar los ojos para pestañar.
En la zona de los monumentos no hay nombres por estos días,
los adjetivos malevos se transformaron en un rompecabezas sin piezas.
Se ha destruido el olor de las flores.
Camarada. La isla nunca estuvo tan cercana hasta que
corriste, volaste, nadaste
y dejaste de correr y dejaste de volar y dejaste de nadar.
Ahora nosotros, en ceros y unos, escuchamos un piano,
leemos poemas
y reemplazamos las palabras por asteriscos.
Ahora nos rascamos la espalda con languidez
porque no hay otra fuerza que la de tu compañía
y nunca volverá un avión que vea la Cordillera de los Andes desde la altura de esta ciudad junto a la velocidad atroz que martilla la gravedad.
Nos preguntamos algunas cosas
que la temperatura no puede contestar.
¿Por qué habiendo tanto mar alrededor
tuvo que construirse una piscina?
¿Por qué los albatros niegan sus alas para hacerte volver?
¿Cuántas fábricas suspirarán tu ausencia
para marcar esta desventura en su producción?
No habrá manifiestos ni fibras de ampolletas
que logren oscurecer el interior de las gargantas.
La boina que esculpió José Delarra
te está dando el mismo abrazo que nosotros quisiéramos darte.
Pero no hay mayor quietud que la que ahora te contiene,
ni en el fondo de las copas ni en los lápices sin tinta.
Este es un punto final que no terminará de escribirse.
Esta es la Universidad Central de Las Villas,
ahí nos quedaremos con la antítesis de tu cadáver
en la rompiente total de la dialéctica.
(Octubre de 2007)
(CÉSAR VALLEJO)
Donde la igualdad se cuadricula,
donde los oídos abandonan sus músculos
y los diarios titulan en blanco.
Donde los lirios se estrujan y se van a alguna parte
y entonces uno se da cuenta que hay un lugar, que no es lugar
y hay voces
y
hay un color más blanco que el de cerrar los ojos para pestañar.
En la zona de los monumentos no hay nombres por estos días,
los adjetivos malevos se transformaron en un rompecabezas sin piezas.
Se ha destruido el olor de las flores.
Camarada. La isla nunca estuvo tan cercana hasta que
corriste, volaste, nadaste
y dejaste de correr y dejaste de volar y dejaste de nadar.
Ahora nosotros, en ceros y unos, escuchamos un piano,
leemos poemas
y reemplazamos las palabras por asteriscos.
Ahora nos rascamos la espalda con languidez
porque no hay otra fuerza que la de tu compañía
y nunca volverá un avión que vea la Cordillera de los Andes desde la altura de esta ciudad junto a la velocidad atroz que martilla la gravedad.
Nos preguntamos algunas cosas
que la temperatura no puede contestar.
¿Por qué habiendo tanto mar alrededor
tuvo que construirse una piscina?
¿Por qué los albatros niegan sus alas para hacerte volver?
¿Cuántas fábricas suspirarán tu ausencia
para marcar esta desventura en su producción?
No habrá manifiestos ni fibras de ampolletas
que logren oscurecer el interior de las gargantas.
La boina que esculpió José Delarra
te está dando el mismo abrazo que nosotros quisiéramos darte.
Pero no hay mayor quietud que la que ahora te contiene,
ni en el fondo de las copas ni en los lápices sin tinta.
Este es un punto final que no terminará de escribirse.
Esta es la Universidad Central de Las Villas,
ahí nos quedaremos con la antítesis de tu cadáver
en la rompiente total de la dialéctica.
(Octubre de 2007)
domingo, 7 de octubre de 2007
SOLO
Lo mismo una botella de vino vacía
que los respirantes.
No es mi voluntad la isla adentro del florero
ni es querencia bestial hacia el túnel trémulo
que lleva al vacío.
Ante cada grito de aire
desfilan mis sonidos por la Alameda,
mi caja torácica se expande y delimita la Capital.
Todo ruido de especie resuena en mi pecho
y lo abarco.
Son nada, hermana, sólo las voces
que viajan por sus volúmenes
entre mi costilla y el caudal.
El temblor de piso, no de cielo
estabiliza mi estampa.
Aunque no veo a nadie adentro de la alfombra
fumo nubes con tranquilidad
y tengo más colchón
para alzar los brazos.
Alza soledad, alza enorme
tu categoría,
que en la altura hay hielo necesario
con orejas abiertas, pero triste.
(Octubre de 2007)
que los respirantes.
No es mi voluntad la isla adentro del florero
ni es querencia bestial hacia el túnel trémulo
que lleva al vacío.
Ante cada grito de aire
desfilan mis sonidos por la Alameda,
mi caja torácica se expande y delimita la Capital.
Todo ruido de especie resuena en mi pecho
y lo abarco.
Son nada, hermana, sólo las voces
que viajan por sus volúmenes
entre mi costilla y el caudal.
El temblor de piso, no de cielo
estabiliza mi estampa.
Aunque no veo a nadie adentro de la alfombra
fumo nubes con tranquilidad
y tengo más colchón
para alzar los brazos.
Alza soledad, alza enorme
tu categoría,
que en la altura hay hielo necesario
con orejas abiertas, pero triste.
(Octubre de 2007)
miércoles, 3 de octubre de 2007
AB
Existe, no muy lejos de donde ahora respiramos, un lugar donde la luz no tiene intensidad ni barro, en el cual se derriten millones de nombres a la vez, con la temperatura de un crisol insolente. Allí, el veneno de los conventos, los gusanos entremedio de las uñas, los timbres de agua y la bisutería están escondidos en las esquinas de milimétricas celdas de cartón piedra, están bañados con las lágrimas de todas nuestras edades y cubiertos con la colcha de napa de las almohadas que saben de todos nuestros sueños. No hay un color allí, sino todos. No se oye un sonido salvo los sonidos. No se trata de encontrar olores ni relieves, ni corbatas de seda ni ascensores, porque en ese lugar cada partícula se mezcla con nuestra piel. Nos hacemos parte de ese espacio, alejados de las zonas y a la vez en el mismo sitio donde hemos vivido siempre, sin dimensionar las diferencias que existen entre el calor y el frío o el rocío con la luna. Sobra decir que es imposible encontrar relojes, calendarios, diccionarios, calculadoras, incluso lápices y licores.
No sé cómo me enteré de la existencia de este lugar. Seguro que cuando niño me hablaron de él y luego me lo fueron describiendo otras personas. Muchas lo han bautizado, sin embargo yo he podido estar muy poco allí. No nos damos cuenta cuando vamos camino hacia allá, pero sí podemos percibir claramente en el instante en que hemos ingresado, que estamos allí, ya que en algún momento de nuestras vidas todos hemos sabido de ese lugar y hemos querido llegar sólo para saber qué se siente. Pero no todos pueden, y los que lo logran generalmente entran sólo una vez.
Al estar allí hallamos nuestro cuerpo fragmentado como una ciudad bombardeada y al mismo tiempo sentimos que nunca fue otra cosa que nuestra propia alma. Allí se recogen del suelo los compases perfectos, las palabras que jamás existieron, las pinceladas de colores sin definición consciente. Una gota tibia de glucosa navega por nuestro hipotálamo y libera su incipiente materia por las líneas de nuestras vértebras, tiñéndolas de universo con caricias demoledoras. Encima de nuestros riñones, aquella gota se multiplica con la rapidez de una sonrisa inesperada, y entonces tenemos la facultad para hacer cualquier cosa, lo que se nos ocurra: saltar, reír, correr, volar, estar con un ser querido o con alguien que haya muerto, conocer Europa, Indonesia, o la cantidad exacta de π. Pero nadie hace ese tipo de cosas. La mayoría de la gente se llena de vacío (un globo se infla hacia el infinito adentro de una pieza cúbica con paredes blancas) y recupera un recuerdo, llora, eyacula, o, peor que cualquiera de estas cosas; piensa. Al pensar regresamos inmediatamente al lugar donde vivíamos, normalmente al sitio exacto donde estuvimos antes de entrar. Ese pequeño acto de insubordinación contra la sensación cósmica nos exilia del desierto total y nos sentencia a existir sabiendo que nuestro error más libre fue la entronización de la sinapsis sobre la comunión hormonal de sentimientos, la mezcla purísima de A y B en un estado en que nunca estuvieron desunidas, porque A y B siempre han sido AB.
(Diciembre de 2006)
No sé cómo me enteré de la existencia de este lugar. Seguro que cuando niño me hablaron de él y luego me lo fueron describiendo otras personas. Muchas lo han bautizado, sin embargo yo he podido estar muy poco allí. No nos damos cuenta cuando vamos camino hacia allá, pero sí podemos percibir claramente en el instante en que hemos ingresado, que estamos allí, ya que en algún momento de nuestras vidas todos hemos sabido de ese lugar y hemos querido llegar sólo para saber qué se siente. Pero no todos pueden, y los que lo logran generalmente entran sólo una vez.
Al estar allí hallamos nuestro cuerpo fragmentado como una ciudad bombardeada y al mismo tiempo sentimos que nunca fue otra cosa que nuestra propia alma. Allí se recogen del suelo los compases perfectos, las palabras que jamás existieron, las pinceladas de colores sin definición consciente. Una gota tibia de glucosa navega por nuestro hipotálamo y libera su incipiente materia por las líneas de nuestras vértebras, tiñéndolas de universo con caricias demoledoras. Encima de nuestros riñones, aquella gota se multiplica con la rapidez de una sonrisa inesperada, y entonces tenemos la facultad para hacer cualquier cosa, lo que se nos ocurra: saltar, reír, correr, volar, estar con un ser querido o con alguien que haya muerto, conocer Europa, Indonesia, o la cantidad exacta de π. Pero nadie hace ese tipo de cosas. La mayoría de la gente se llena de vacío (un globo se infla hacia el infinito adentro de una pieza cúbica con paredes blancas) y recupera un recuerdo, llora, eyacula, o, peor que cualquiera de estas cosas; piensa. Al pensar regresamos inmediatamente al lugar donde vivíamos, normalmente al sitio exacto donde estuvimos antes de entrar. Ese pequeño acto de insubordinación contra la sensación cósmica nos exilia del desierto total y nos sentencia a existir sabiendo que nuestro error más libre fue la entronización de la sinapsis sobre la comunión hormonal de sentimientos, la mezcla purísima de A y B en un estado en que nunca estuvieron desunidas, porque A y B siempre han sido AB.
(Diciembre de 2006)
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