miércoles, 3 de octubre de 2007

AB

Existe, no muy lejos de donde ahora respiramos, un lugar donde la luz no tiene intensidad ni barro, en el cual se derriten millones de nombres a la vez, con la temperatura de un crisol insolente. Allí, el veneno de los conventos, los gusanos entremedio de las uñas, los timbres de agua y la bisutería están escondidos en las esquinas de milimétricas celdas de cartón piedra, están bañados con las lágrimas de todas nuestras edades y cubiertos con la colcha de napa de las almohadas que saben de todos nuestros sueños. No hay un color allí, sino todos. No se oye un sonido salvo los sonidos. No se trata de encontrar olores ni relieves, ni corbatas de seda ni ascensores, porque en ese lugar cada partícula se mezcla con nuestra piel. Nos hacemos parte de ese espacio, alejados de las zonas y a la vez en el mismo sitio donde hemos vivido siempre, sin dimensionar las diferencias que existen entre el calor y el frío o el rocío con la luna. Sobra decir que es imposible encontrar relojes, calendarios, diccionarios, calculadoras, incluso lápices y licores.

No sé cómo me enteré de la existencia de este lugar. Seguro que cuando niño me hablaron de él y luego me lo fueron describiendo otras personas. Muchas lo han bautizado, sin embargo yo he podido estar muy poco allí. No nos damos cuenta cuando vamos camino hacia allá, pero sí podemos percibir claramente en el instante en que hemos ingresado, que estamos allí, ya que en algún momento de nuestras vidas todos hemos sabido de ese lugar y hemos querido llegar sólo para saber qué se siente. Pero no todos pueden, y los que lo logran generalmente entran sólo una vez.

Al estar allí hallamos nuestro cuerpo fragmentado como una ciudad bombardeada y al mismo tiempo sentimos que nunca fue otra cosa que nuestra propia alma. Allí se recogen del suelo los compases perfectos, las palabras que jamás existieron, las pinceladas de colores sin definición consciente. Una gota tibia de glucosa navega por nuestro hipotálamo y libera su incipiente materia por las líneas de nuestras vértebras, tiñéndolas de universo con caricias demoledoras. Encima de nuestros riñones, aquella gota se multiplica con la rapidez de una sonrisa inesperada, y entonces tenemos la facultad para hacer cualquier cosa, lo que se nos ocurra: saltar, reír, correr, volar, estar con un ser querido o con alguien que haya muerto, conocer Europa, Indonesia, o la cantidad exacta de π. Pero nadie hace ese tipo de cosas. La mayoría de la gente se llena de vacío (un globo se infla hacia el infinito adentro de una pieza cúbica con paredes blancas) y recupera un recuerdo, llora, eyacula, o, peor que cualquiera de estas cosas; piensa. Al pensar regresamos inmediatamente al lugar donde vivíamos, normalmente al sitio exacto donde estuvimos antes de entrar. Ese pequeño acto de insubordinación contra la sensación cósmica nos exilia del desierto total y nos sentencia a existir sabiendo que nuestro error más libre fue la entronización de la sinapsis sobre la comunión hormonal de sentimientos, la mezcla purísima de A y B en un estado en que nunca estuvieron desunidas, porque A y B siempre han sido AB.


(Diciembre de 2006)

4 comentarios:

Anónimo dijo...

(YO soy tu hermano ¡Y QUE GRAN HERMANO!)
Bueno, creo que ya te lo he dicho ¿no?, creo que ese es uno de tus mejores poemas.
A si es que si ya lo he dicho soy cero aporte.

Tiene un título que a mi parecer quiere indicar: "Cuando el autor Comisario (Tito) se haga famoso será por este poema".

Uy, si.
Soy cero aporte.
Pero al menos soy la primera persona en escribir un comentario.
A si es que tan cero, cero no soy.
Ok.

T-c-h-a-i-k-o-v-s-k-i
(¡¿Esta bien?!)
/cuantos signos/
bu... acotación innecesaria.

Que jugoso estoy.

El trío opus 100 me caga.

Anónimo dijo...

¿Imaginar o Soñar Tito?

Anónimo dijo...

(...)Somar, Tito.

Anónimo dijo...

Qué tal Colega?

Odio concordar, o quizás hoy no tenía ganas. Pero lo cierto es que concuerdo con el primer comentario: este escrito es probablemente lo mejor que he leido de ti. Está muy bueno, me encantó.

Cuídate.